«Lamento sobremanera irritar a mis cinco lectores y comentaristas de la cáscara amarga. Me dispongo a escribir un texto elogioso con un protagonista excepcional en el difícil arte de jugar bien al golf. Como escribió Antonio Gala con su característica humildad, hoy hablaré de mí.
Aquí en el norte de España, gozamos de un verano tardío. Sol radiante. Y después de muchos años retirado del deporte, decidí retornar a los campos de golf. De tal modo, que formando pareja con mi amigo y gran localizador de corzos esquivos Ignacio Colsa, me enfrenté a mis cuñados Javier y José Andrés, que conforman una pareja muy compenetrada. Mi ídolo siempre fue Gary Player, el sudafricano, siempre vestido de negro, extraordinario jugador con algún golpe mejorable. Se lo tuve que decir en un «British Open» disputado en los links de St. Andrews, en Escocia. —Gary, modera el tacto con la bola—. Me lo agradeció muchísimo.
Pero la juventud es así. Me cansé. Abandoné el golf cuando estaba llamado al triunfo. Y llevaba más de cuarenta años sin jugar. De tal modo, debo reconocerlo modestamente, que al conocer mi precipitado retorno al deporte, el Club de Golf de Santa Marina se llenó de un público expectante, y por qué no decirlo, ilusionado. El Golf de Santa Marina, proyectado por Seve Ballesteros, se ubica en La Revilla, entre Valdáliga y San Vicente de la Barquera.
Me indumenté a la perfección. Polo azul marino, casi negro, knickerbockers grises, medias azules con cintillas con la bandera de España y zapatos negros. Fui aplaudido por el buen gusto demostrado, en estos tiempos en los que, por culpa de las marcas —como en el tenis, exceptuando en Wimbledon—, los grandes jugadores van vestidos como payasos. Llevé de caddy a mi inseparable amigo Richard Scalanted, montañés puro descendiente de navegantes escoceses. Mis cuñados, temblaban.
Temblaron hasta mi salida en el primer hoyo con la madera Uno. Ignoro qué me ocurrió. El «swing» perfecto. Pero mi pie derecho se deslizó sin aviso, me abrí en exceso de piernas, y la bola apenas recorrió, a ras del suelo, unos catorce metros. —¡Vamos, ánimo, campeón!—, me alentó el público. Pero el aliento del público no mitiga el dolor. Un desgarramiento en los entreperniles me impidió continuar el juego. Para colmo de males, una señora de mi quinta que se había desplazado desde Vigo para asistir a mi ‘debut’ en mi nueva etapa golfista, me hizo burlas, yo respondí entre lacerantes latigazos de dolor a sus burlas, llamándola ‘loro’, y el marido me pateó en mi indefensión más absoluta. Mis compañeros de partida y mi caddy se liaron a tortas con el público, y aquello terminó como el rosario de la aurora. Mi prima, Angustias Becerril Gil de la Cepilla, la misma que perdió el tacón desfilando ante el Jefe del Estado en el Desfile de la Victoria, aprovechó el rencor acumulado con los años, y me pisó en la mano derecha al tiempo que me decía: —Esto te pasa porque eres un mamarracho–. Jamás lo esperé de ella.
Lógicamente, perdimos el partido, pagamos el importe de la apuesta, y mi compañero Nacho Colsa se fue de copas con mis cuñados abandonándome ante una multitud de aficionados indignados con mi juego.
Por ello, he decidido recluirme en mi casa durante cinco días para meditar si sigo con el golf o lo dejo definitivamente. Cumplidos los cinco días, adelanto mi decisión. Lo dejo.
Nunca más el ¡Good shot, ho hey!
Es duro , pero llevadero.
El artículo de hoy, bastante meritorio.»
– Alfonso Ussía