Un sábado oscuro. Un domingo inolvidable. Y una lección eterna: nunca te rindas.
En la Ryder Cup de 2012, el equipo europeo escribió una de las páginas más épicas del golf moderno. Con el marcador 10 a 6 a favor de Estados Unidos tras los duelos por parejas del sábado, todo parecía sentenciado. Pero algo cambió. Ian Poulter encadenó cinco birdies consecutivos junto a Rory McIlroy, mientras Sergio García y Luke Donald vencían nada menos que a Tiger Woods y Steve Stricker. Aun así, la montaña a escalar era abismal.
Entonces apareció el símbolo. Las mangas azul marino del uniforme europeo, un homenaje silencioso a Seve Ballesteros, comenzaron a brillar con fuerza propia. El espíritu del legendario golfista español sobrevolaba cada golpe. Y José María Olazábal, su discípulo y capitán del equipo, tomó las riendas con una determinación firme: preparar a sus jugadores para la victoria, sin espacio para la duda.
El domingo llegó con un termómetro de presión al máximo. McIlroy casi pierde su salida por un error con la zona horaria, el público local empujaba con 20.000 voces a favor de los estadounidenses, pero Europa no tembló.
En los duelos individuales, la reacción fue tan precisa como apasionada: Luke Donald y Poulter sumaron puntos clave, Paul Lawrie aplastó a Snedeker, y el duelo entre Justin Rose y Mickelson hizo vibrar al campo.
Todo culminó con un putt de Martin Kaymer en el hoyo 18. A dos metros y medio del milagro, con el recuerdo del fallo de Bernhard Langer en 1991 pesando como plomo, respiró hondo y embocó. Europa alcanzaba el 14,5 contra 13,5 , consumando una remontada que parecía imposible.
El «milagro de Medinah», en Illinois, no fue suerte. Fue fé, liderazgo, estrategia y corazón. Porque como enseñó aquel equipo: en el golf y en la vida, solo se pierde cuando uno se rinde.