Dicen que en el golf, los torneos se ganan en los greenes. Que el palo más importante no es el driver ni el wedge, sino el putter. Y hubo un tiempo en que algunos jugadores llevaron esta afirmación al extremo, encontrando en el putter largo una tabla de salvación cuando los nervios los traicionaban.
Un putt de metro y medio puede hacer temblar hasta a los más experimentados. La presión en el green es un rival silencioso que se entrena, pero para algunos era un reto imposible de superar. Y cuando uno se ahoga, no se fija en cómo es la cuerda, simplemente se aferra a ella.
Así nació el putter largo, un palo que, anclado al pecho, eliminaba los temidos “yips” y devolvía la confianza a los jugadores al borde del retiro. Con él, las manos temblorosas se estabilizaban y las segundas oportunidades se multiplicaban. Adam Scott conquistó el Masters, Vijay Singh sumó trofeos a su vitrina y Keegan Bradley se hizo un nombre en la élite. De repente, el putter largo parecía demasiado bueno para ser verdad.
Pero cuando algo es demasiado fácil, el golf siempre encuentra la manera de devolver el equilibrio. En 2016, las reglas cambiaron: se prohibió anclar el putter al cuerpo. De un día para otro, quienes dependían de esa técnica quedaron expuestos. Algunos se adaptaron, otros desaparecieron.
El putter largo nunca fue el villano de esta historia. Solo era una herramienta más, destinada a encontrar su verdadero lugar en el golf.