Es imposible pasar frío en el Memorial de Muirfield Village. Especialmente a principios de junio, cuando la sofocante humedad envuelve el Medio Oeste y el calor es prácticamente abrasador.
Sin embargo, si puede ocurrir que un recuerdo que congelado en el tiempo. Sucedió allí mismo, en el famoso club de Jack Nicklaus, sin importar que las temperaturas superarán los 30 grados centígrados y que el sudor estuviese presente en la frente de todos los jugadores desde su llegada al campo de prácticas.
Todo fluía con normalidad hasta que, en un momento determinado del día, todo se detuvo. Los relojes se pararon. Y tuvo lugar un momento eterno, un espectáculo inolvidable que sirvió de homenaje al aura de Seve Ballesteros.
De pronto, los jugadores dejaron de trabajar, de dar bolas, de hacer movimientos extraños con sus cuerpos y se pararon a observar en silencio. Algunos de ellos habían competido contra Ballesteros, muchos, incluso, se habían hecho profesionales tiempo después de que la carrera del gran Seve hubiera terminado. Pero lo que es irrefutable es que todos ellos se habían beneficiado de la magia que aportó a este deporte.
«Fue un artista. El juego hablaba a través de él», afirmó una vez David Feherty. «Era super natural. Siempre tuve la impresión de que seguía controlando la bola incluso cuando estaba a 200 metros de él».
Feherty, un año más joven que Ballesteros, se sentía bendecido por haber jugado en el European Tour en una época en la que el español ayudó a llevarlo a la cima. Ballesteros era para Europa lo que Arnold Palmer era para el PGA TOUR estadounidense, una figura mística a la que los aficionados adoraban y por la que los patrocinadores hacían cola.
Antes de Ballesteros, el Circuito Europeo «era un grupo de jardineros», señala Feherty. El carisma de Ballesteros y su asombrosa capacidad para pegar una pelota de golf, encontrarla después y averiguar cómo realizar una escapada imposible fue el motor que llevó al European Tour a una posición de enorme fortaleza en las décadas de 1980 y 1990.
Ballesteros no sólo hizo cosas mágicas al ganar tres veces el Open Championship y dos Masters, sino que prácticamente reinventó la Ryder Cup cuando los europeos fueron reclutados para unirse a Gran Bretaña e Irlanda. Era alguien a quien no se le podía quitar la vista de encima.
En pocas palabras: «era un genio», dice Padraig Harrington. «Amaba el juego y había un magnetismo animal en él. Estar con él era como estar con un gran gato; había una especie de felino en su interior».
Ballesteros había aprendido a jugar en la playa cerca de su casa en Pedreña, España. Su comienzo en el golf no fue el soñado ya que no podía permitirse unos buenos palos de golf. Su hermano Manuel le regaló un hierro 3 de segunda mano que fue el único palo que Ballesteros aprendió a golpear. Eso sí, aprendió a hacerlo de diferentes maneras.
Bajo, alto, curvado a la izquierda o cortado a la derecha. A Ballesteros le encantaba el desafío, imaginaba rutas de escape, inventaba cosas que nadie había pensado hasta la fecha. El secreto estaba en el par de manos más suave que el juego ha conocido. «Sostenía un palo con tanta suavidad», dijo Feherty, «como si estuviera sosteniendo un pájaro de apenas 1 día de vida».
Fue profesional a los 16 años, novato en el European Tour a los 17, ganador de la Orden de Mérito a los 19, el mismo año que se presentó al mundo al terminar empatado en segundo lugar con Jack Nicklaus detrás de Johnny Miller en el Open Championship. Era la primera vez que Nicklaus le veía, pero no la última. El Oso de Oro era un fanático confirmado. «Su récord, su carisma, su pasión. Era genial para el juego», apunta Nicklaus.
En 1979, a la tierna edad de 22 años, Ballesteros ganó el Open Championship en Royal Lytham de la forma que siempre le caracterizó. Habiendo superado de alguna manera a Nicklaus, Hale Irwin y Ben Crenshaw, Ballesteros iba en cabeza cuando se fue a la derecha en el par 4 del hoyo 17. Su bola se estrelló contra el suelo y salió disparada hacia un aparcamiento, lo que le obligó a dropar sin penalidad.
Desde el aparcamiento, Ballesteros pegó un absoluto golpazo, dejando la bola a cuatro metros y medio de la bandera y consiguiendo posteriormente el birdie. «Los dioses del golf», declaró el locutor de la BBC, «están hoy con el sonriente español».
Al año siguiente ganó el Masters. Y en 1984, posiblemente el torneo que completó su ascenso a la cima, el Open Championship en el templo del golf, St. Andrews. Allí mismo, Ballesteros nos dejó una imagen que simplemente no se puede olvidar y perdurará eternamente en la historia de este deporte.
«La mejor celebración de todos los tiempos», declara Feherty a la vez que golpea el aire enfáticamente, con una amplia sonrisa y una mirada de total alegría en su rostro.
Cuatro años después, de nuevo en Royal Lytham, Ballesteros estuvo brillante. Hizo 65 golpes el último día y, durante un tramo de 11 hoyos, hizo un eagle, seis birdies, dos pares y dos bogeys, lo que le valió para arrebatarle la Jarra de Clarete a Nick Price.
El español tenía sólo 31 años y ya se estaba consolidando en la cima del golf con sus cinco grandes. Es impensable que no volviera a ganar otro ‘major’, incomprensible que su juego desapareciera como lo hizo. Pero también hubo algún momento mágico después de Lytham 88 – la mayoría de ellos en la Ryder Cup-, especialmente el episodio con Paul Azinger en 1991 en Kiawah Island.
Pero poco a poco y de forma impactante, su juego lo abandonó. Cuando sólo tenía 38 años, en 1995, ganó su último torneo y la mayoría de las veces las historias que rodean al español implican a un hombre totalmente perdido en su búsqueda por redescubrir la magia.
«Creo que nunca entendió por qué jugaba tan bien», apunta Feherty. «Pero cuando intentó entenderlo, no funcionó». Sin su juego mágico, Ballesteros pasó a un segundo plano. No se trata de un recluso, porque siempre se apreció el poder que parecía tener sobre la gente, pero estaba claro que Ballesteros se acostumbró a una nueva vida fuera de los focos.
Cuando su misión en la vida ya no era maniobrar hábilmente una bola a lo largo de la firme hierba de los links entre dos búnkers y cerca del hoyo (un golpe brillante que realizó en Birkdale en el Open Championship de 1976), sino hacer frente a un cáncer que había invadido su cuerpo, Ballesteros trató de invocar el orgullo y el honor que definieron su carrera de golf.
Pocos más carismáticos que Seve. Cuando hablaba todo el mundo escuchaba sus magníficos discursos, siendo el de Muirfield Village en 2010 uno de los más memorables. El poder mágico que había traído a los campos de golf durante casi 20 años brilló por última vez, ya que Ballesteros hizo lo impensable.
Hizo que los jugadores dejaran de golpear las bolas y estuvieran pendientes de cada una de sus palabras. Él era el auténtico protagonista.
Su vida acabaría un año después, en mayo de 2011. No obstante, su leyenda sigue viva.
(Traducción de Álvaro Boente de un artículo de Jim McCabe para el PGA Tour. Esta semana se juega el Memorial Tournament en Muirfield Village)
Fuente: Ten Golf